Lo que pasó sobre el puente de Owl Creek 2

LO QUE PASÓ SOBRE EL PUENTE DE OWL CREEK

AMBROSIO BIERCE*


II



Peyton Farquhar era un rico plantador que pertenecía a una antigua familia de Alabama, altamente estimada. Propietario de esclavos, se dedicaba a la política, como todos sus amigos; naturalmente, fue uno de los primeros secesionistas y se consagró con ardor a la causa de los Estados del Sur. Circunstancias imperiosas, que sería inútil citar aquí, le habían impedido alistarse en el valeroso ejército cuyas desastrosas campañas terminaron con la caída de Corinth; le irritaba aquella sujeción sin gloria; ardía en deseos de dar libre curso a su energía, de conocer la vida menos limitada del soldado, de encontrar la ocasión de distinguirse. La ocasión, lo presentía, llegaría un día para él, como llega para todo el mundo en tiempo de guerra. Entretanto, hacía lo que podía. Ningún servicio le parecía demasiado humilde para la causa del Sur, ninguna aventura demasiado peligrosa si era compatible con el carácter de un paisano con alma de soldado, el cual, con absoluta buena fe y sin demasiadas reservas, admitía la verdad de una buena parte de aquel innoble refrán: «En el amor y en la guerra, todos los medios son buenos».

Una noche, mientras Farquhar y su esposa se encontraban sentados en un rústico banco, cerca de la entrada de su jardín, un soldado de uniforme gris detuvo su caballo ante la verja y pidió de beber. Mrs. Farquhar quiso tener el honor de servirle con sus blancas manos. Mientras ella iba en busca de un vaso de agua, Farquhar se acercó al jinete cubierto de polvo y le pidió ávidamente noticias del frente.

—Los yanquis están reparando las vías férreas —dijo el hombre—, ya que se disponen a un nuevo avance. Han alcanzado el puente de Owl Creek, lo han reparado y han construido un fortín en la otra orilla. El comandante ha hecho fijar por todas partes un bando diciendo que todos los paisanos que sean sorprendidos saboteando la vía férrea, los túneles o los trenes, serán colgados sin formación de causa. He visto el bando con mis propios ojos.

—¿Qué distancia hay desde aquí hasta el puente de Owl Creek? —preguntó Farquhar.

—Unos cincuenta kilómetros.

—¿No hay tropas a este lado del río?

—Un solo puesto avanzado a cosa de un kilómetro del puente, en la vía férrea, y un solo centinela a la entrada del puente.

—Supongamos que un hombre, un paisano, consigue esquivar el puesto avanzado y liquidar al centinela —dijo el plantador sonriendo—. ¿Qué podría hacer?

El soldado reflexionó.

—Estuve allí hace un mes —respondió—. Noté que la crecida del pasado invierno había amontonado una gran cantidad de troncos flotantes contra la pilastra de madera del lado de acá del puente. Ahora están secos y arderían como la estopa.

En aquel momento, la dueña de la casa se presentó con el vaso de agua. El soldado bebió, le dio las gracias ceremoniosamente, se inclinó ante su marido y se alejó. Una hora más tarde, casi a la caída de la noche, volvió a pasar por delante de la plantación; iba hacia el norte, en la dirección de donde había venido. Era un ojeador del ejército federal.

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